Opinión

Suicidio e Intolerancia: las escuelas del terror silencioso

Andrey PorrasPor: Andrey Porras
La tragedia ha sido un sinónimo de la existencia. Cuando llega de la mano de la historia, la sensibilidad cumple su rutina tremenda y termina por acostumbrarse, aceptando, inconcientemente, las razones que justifican la barbarie. Pero cuando llega a partir de la mediación de una institución educativa, semblanza cultural obligada a ofrecer esperanza, la tragedia tiene el doble de profundidad.

Y no solo porque de cara a un suicidio, motivado por un contexto del cual todos hicieron parte, los dogmatismos religiosos o ideológicos son inútiles, sino porque no es posible que el manejo de una situación conflictiva, como la que presenciamos los maestros todos los días, tenga el rasero de lo que se hacía hace más de 50 años.

Al ser maestro, al tener contacto con los estudiantes día a día, al tartar de establecer diálogos de sentido que involucren respuestas a sus preguntas y a las mías, decía, como maestro, siento una fuerte indignación por reconocer que el sistema educativo no pudo evitar, con herraminetas pedagógicas, la eclosión interior que llevó a este joven al suicidio.

En Colombia, muchas de las grandes tragedias tienen explicación en la negligencia de algún estamento ineficiente o en el encubrimiento de una corrupción pululante y descontrolada. Pero que en el ámbito educativo se llegue a la muerte, estando lejos de la corrupción y la negligencia, es una realidad que invita a reflexionar sobre los oscuros lados inconcientes de nuestro colectivo convulsionado.
Hace algunos años, Michael Moore, en su documental “Bowling for Columbine”, elaborado después de la tragedia de 1999, en Columbine High School, presenta a uno de los padres afectados por la masacre, diciendo, básicamente, lo siguiente: “Si en un país un menor de edad puede comprar un arma, ir al colegio y matar a sus compañeros, algo estamos hacienda mal”. Y tenía toda la razón.

Algo estamos haciendo mal quienes creemos que la complejidad del mundo puede caber dentro de los dogmas de una creencia reventada que ya no sabe cómo responder ante la novedad del mundo contemporáneo; algo estamos haciendo mal quienes justificamos los vericuetos de diferentes alegatos legales para esconder un claro ejemplo de discriminación; algo estamos haciendo mal quienes insuflamos en la conciencia de los jóvenes de hoy cosas que están muy lejanas de sus espectativas, deseos o aspiraciones.

Todas las tragedias gestadas en los ambientes educativos, y ahora me es imposible evitar el recuerdo de los ocho escalofriantes minutos del video colgado por Amanda Todd antes de su suicidio, tienen un rasgo en común: el silencio, ocurren bajo la tutela del silencio, silencio de la institución que se esconde tras ineficientes acciones o miedos consumados, silencio hacia los padres quienes agotan su confusion entre la lucha por el trabajo y las exigencias de educar a un adolecente, silencio de los profesores, estudiantes y compañeros, quienes solo toman parte después de enterrado uno de sus cercanos. Y lo más asombroso de todo es que los pilares de la educación se fundamentan en todo lo contrario: ruido; ruido de las ideas que se encuentran en los libros y son trabajadas en clase; ruido de los profesores, preocupados porque sus estudiantes caen en un mutismo que no les permite existir; ruido entre los estudiantes, manifestando sus diferencias e inconformidades, pero tutelados por la presencia de un ambiente profesional que conoce cómo guiarlos o que, al menos, tiene una institución que sabe canalizar la urgencia del problema y lo evita, lo corrige; y por último, gracias a que el caso lo exigía, ruido entre los argumentos de una institución de doctrina católica y los de un sindicato anárquico (Unión Libertaria Estudiantil), para hacer prevalecer la vida, mucho más allá del enfrentamiento ideológico.

Jorge Urrego dejó tres cartas escritas antes de su suicidio, donde bien demuestra la sensatez, salvo su idea de suicidarse, alrededor del contexto que se gestaba en torno a su homosexualidad. Sus sentimientos son transparentes, claros y verdaderos, su defensa en contra de la injusta acusación es impecable, su inclinación sexual es clara y rememora la valentía de quien defiende lo que cree. Con estos atributos, y con todos los que ha salido después de su muerte, es imposible no cuestinarse la actitud del colegio, quien en este caso representa la sociedad misma, o puesto desde el título de este artículo, representa a una de las tantas escuelas del terror silencioso que existen en Colombia.

petalica@hotmail.com