7:30 de la noche y la plazoleta de Lourdes en Bogotá está a reventar de estudiantes, curiosos y transeúntes, a un lado de la iglesia que lleva el mismo nombre un grupo considerado de personas se encuentran entretenidos con el cuento que un paisa les está echando. Finaliza la narración y las personas dan su contribución voluntaria al artista, mientras que un joven espera por su turno, el problema es que esta plaza ya tiene ‘dueño’ y aquí no cualquiera se presenta.
Para poder participar, se debe pertenecer o conocer a la rosca de cuenteros de Chapinero, o sea que si uno como ciudadano del común quiere usar la palestra pública como medio de comunicación está vetado, porque como lo dijo el cuentero paisa, «este parche lo inventamos nosotros»
Y así, argentinos, brasileros, chilenos, paisas, vallunos y uno que otro costeño se dan cita en el Parque Lourdes para hacer con el espacio público bogotano una vitrina de venta de cuentos, que desafortunadamente se ha convertido en un monopolio de los mal llamados artistas callejeros. Teniendo en cuenta que el arte es una construcción colectiva que involucra a toda la sociedad, no es entendible porqué en este lugar no es el caso.
Al otro lado de la ciudad, en el Chorro de Quevedo, centro histórico de la capital colombiana, la historia se repite. Los saltimbanquis que llegan en las tardes para ofrecer sus espectáculos de diábolos, mantas, monociclos y giros en el aire no están dispuestos a permitir que a la emblemática plazoleta lleguen nuevos productores de arte, su argumento «este parche es de nosotros».
Irónicamente ninguno de los ‘artistas’ entrevistados son de Bogotá, y más irónico aún, los cachacos que allí quieren intervenir en muchos casos son marginados a las malas, en medio de improperios y muestras de fuerza.
Pero el recorrido no termina en este punto, otros lugares simbólicos de Bogotá, como lo son el Parque de Usaquén y el paso peatonal frente a Maloka en Ciudad Salitre se han convertido en espacios donde el sentido cultural fue relevado por la ambición de un puñado de cuenteros y artistas callejeros que en el espacio de todos han encontrado su monopolio.
Definitivamente Bogotá esta sentenciada a ser la ciudad de todos, pero a costa de lo que es de los bogotanos…. Y la cultura no fue la excepción.
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