La Crónica Radio Santa Fé

¡Contra la pared!: Humberto Ballesteros

Los libros eran un refugio mucho más amable para mí que las canchas y los parques
Por: Jorge Consuegra (Libros y Letras)

A veces la literatura es como un juego al azar. O algo así como ir de pesca a ver si tenemos la suerte de encontrar que algún buen ejemplar caiga en nuestro anzuelo para la alegría del día. Un escritor tiene la convicción de que su obra realmente vale la pena; la manda a imprimir, la mete en un sobre, a veces en dos para por si acaso, le echa la bendición, la lleva a una oficina de correo certificado y ¡hasta nueva orden!

A veces, por aquello de las cábalas, después de enviar el manuscrito pone un santo de cabeza o no le vuelve a echar sal a las comidas o no lee más novelas porque cree que todo le va a salir mal. Y si un día cualquiera lo llaman por teléfono, salta de la felicidad, pero la secretaria le dice, al otro lado de la línea y con voz destemplada, que su obra no fue aceptada o cualquier bobada que se ha aprendido de memoria. O simplemente no lo llaman; entonces empieza la angustia, a mirar a cada momento el teléfono, a prender el computador dos y tres y hasta cinco o seis veces al día para ver si han mandado un mensaje. Pero nada de nada.

Pero si lo llaman para decirle que lo citan en la oficina tal, a tal hora y que hable con tal persona y que lleve algunos papeles y que se tome una aspirina o un diazepam antes de ir a la cita y si le dicen no con voz destemplada sino festiva y alegre que lo felicitan pero que por favor no vaya a decir nada sino hasta que el jefe le de la buena nueva, es porque a usted lo van a editar o porque se ha ganado un premio.

Entonces usted piensa en la pinta que va a llevar, le pide prestadas unas gafas oscuras a su mejor amigo para parecerse a Tom Cruise o para que nadie lo reconozca pues usted es el ganador de un nuevo premio literario. Es usted un hombre realmente un hombre feliz y le van a dar, por fin, un premio a su constancia, a su disciplina, a su creatividad.

Pero esto no ocurrió con Humberto Ballesteros quien ganó un premio de novela y sigue siendo, aunque no lo crean, el Humberto Ballesteros de siempre, el amigo, el vecino, el buena gente…

– ¿Cuál es el recuerdo más lejano que tiene de un libro en sus manos?

– No sé cuál de todos es el más lejano; la infancia es un reino tan confuso como luminoso. Me acuerdo de “El mundo de los niños”, en particular del tomo 11, el de cuentos y leyendas; de unas versiones en cómic del Quijote, Guillermo Tell, Huckleberry Finn. Me acuerdo de las Mil y una noches que le robé a una tía abuela y leía a escondidas en mi cuarto, porque era un libro “pesado”, y me acuerdo sobre todo de cuatro tomos que había en la biblioteca de mi abuelo, “La enciclopedia de la fábula”. Era una recopilación de cuentos, leyendas, mitos y fábulas de todas las civilizaciones, divididos caprichosamente por países y regiones: Grecia y Roma, los países eslavos, Inglaterra, Latinoamérica. A veces, leyendo a Borges, a Calvino, a Ariosto, me ha parecido que estoy releyendo uno de esos libros.

– ¿Había muchos libros en su casa?

– Tanto mi padre como mi abuelo eran grandes lectores; y mi bisabuela, en cuya finca de tierra caliente pasaba las vacaciones, era una lectora obsesiva de novelas de aventuras, de libros de animales y de la que en una época se llamó “Sección de libros” de la Reader’s Digest. Yo navegaba, especie de sonámbulo libre, entre todas esas páginas, y el mundo de la lectura me parecía más grande y concreto que el real. En ocasiones todavía me lo parece.

– ¿Acudía con frecuencia a la biblioteca o le dedicaba más tiempo a jugar fútbol?

– Sí jugaba fútbol en el colegio, y también con mis primos; pero me tocaba medio a escondidas de mi padre, porque le parecía un deporte violento, y fuera de eso soy muy torpe. Así que los libros eran un refugio mucho más amable para mí que las canchas y los parques. Pero me sigue gustando mucho el fútbol. Ya no lo practico, pero lo veo por televisión y leo libros sobre él.
– ¿Cuál fue ese primer libro que lo apasionó y hoy recuerda con especial cariño?
– Hay muchos; Los viajes de Gulliver, Viaje al centro de la Tierra, una recopilación de cuentos de Poe que se llamaba Narraciones extraordinarias. Pero la novela clave de mi infancia fue La isla del tesoro. La debí leer unas veinte veces y todavía puedo recitar pasajes de memoria. Después la leí en inglés, y al placer de recobrar intactas las aventuras de Jim Hawkins se sumó el de escuchar la música exacta de la prosa de Stevenson. Sigue siendo uno de mis libros favoritos.

– ¿Cuál fue el tema del primer cuento que escribió?

– A los nueve años escribía cuentos de ciencia ficción, imitaciones deslumbradas de Asimov con toques de “Star Wars”. Me alegra que no hayan sobrevivido.

– ¿Qué escritores colombianos recuerda muy especialmente?

– He leído poco de literatura colombiana; apenas ahora me estoy actualizando. Aunque puedo decir que en la adolescencia leí casi entera la obra de García Márquez, a quien mi padre admiraba mucho. Me encanta su lenguaje, tanto cuando es mesurado como cuando se vuelve explosivo, y para mí El coronel no tiene quien le escriba es una obra maestra. Pero no lo he sentido como una influencia y menos como una sombra. Creo que pertenezco a una generación que lee a García Márquez con el mismo respeto sin ansiedad con que se lee a Homero, a Dickens o a Flaubert. Otros cásicos colombianos que leo con gusto son De Greiff (amo sin rubor alguno la libertad perfectamente controlada de sus versos), Rivera, Silva, Barba Jacob, Tomás González. También respeto mucho a Caballero; Sin remedio es una de mis novelas favoritas. Me gusta el Caicedo de Que viva la música y El atravesado, y me parece que Opio en las nubes es una novela tan hermosa como imperfecta. La releo a veces y me acuerdo de mi adolescencia. Por el lado de los jóvenes está Javier A. Moreno, que tiene publicado un librito de cuentos que es de lo mejor que se ha escrito en Colombia. También admiro a Ungar, que me parece el mejor de esa generación inmediatamente anterior a la mía, y a Constaín, que escribe delicioso y tiene un humor muy fino. Y de los viejos olvidados soy fan irredento del más grande: Nicolás Suescún. Estoy seguro de que algún día nos daremos cuenta de que Los cuadernos de N es un libro imprescindible.

– ¿Y cuáles latinoamericanos le robaron medio centenar de suspiros?

– No tiendo a suspirar mucho, pero he leído con agradecimiento a casi todos los del “boom”; sobre todo a Cortázar, Borges y Onetti, pero también Donoso, Vargas Llosa, Carpentier. Me encanta Quiroga y me gustan los cuentos de Di Benedetto y Fonseca. Últimamente he comenzado a descubrir a Rey Rosa, que tiene cosas deslumbrantes. Pero para mí la maestra absoluta de Latinoamérica es Clarice Lispector. Leerla es acceder al mundo como si nunca se hubiera estado en él; abrir un segundo par de ojos, vestirse una piel más sensible, recuperar el olfato animal que uno pierde cuando sólo lee a los que son tan ciegos como uno.

– ¿A qué autores recurre siempre?

– Esa lista es tan larga y engorrosa como las anteriores, y cambia continuamente. Voy a responder con el título de un cuento, “El artista del hambre”, de Kafka. Independientemente de lo que esté leyendo o escribiendo en el momento, volver a ese cuento me recuerda, con toda brevedad y exactitud, lo que siento que debe ser la literatura.
– ¿Usted era «activista» en los centros culturales del colegio?
– “Activista” tal vez es la palabra inadecuada, y de “centros culturales” en mi colegio no había mucho; el énfasis eran las ciencias, era un colegio de la vieja guardia. Pero sí había un excelente grupo de teatro en el que participé con entusiasmo, escribiendo obras, actuando, haciendo escenografías.

– ¿Cómo nació la idea de su novela premiada Razones para destruir una ciudad?

– Es una historia que me ha obsesionado desde siempre. Tal vez porque tiendo a vivir en mundos inventados, uno de mis pensamientos recurrentes es que la idea de realidad, por el hecho de que cada uno la recrea a su manera a medida que la vive, es una contradicción insostenible. Por eso me interesa explorar las maneras como una realidad entra en conflicto con otras. Intenté escribir muchas veces esa historia de una persona, que a veces era un hombre, una mujer o un niño, que tenía un mundo imaginario lo suficientemente concreto y orgánico como para que desafiara al mundo real, y a la que una circunstancia fuera de su control la obligaba a destruir y modificar ese espacio de ensueño. El problema era que nunca lograba que ese mundo alterno resultara palpable. Y un verano que tuve la suerte de pasar en Venecia, me di cuenta de que esa ciudad existe sobre todo en la imaginación de los que la recorren, mientras la real decae, acaso irremediablemente, bajo sus pies. La gente se amontona en las plazas diminutas, se abre paso entre las multitudes por las callejuelas, entra a los monumentos, compra postales, y todo el tiempo va deslumbrada viendo, no a la masa de turistas, ni a los restaurantes malos y caros, ni a los vendedores de bolsos piratas ni a los gondoleros bribones, sino a la gente que ya no existe, al Doge con su séquito, a los vendedores de especias, a los marineros y a los galeotes, y a Marco Polo supervisando la preparación de uno de sus viajes, de pie suspendido sobre las ruinas del Arsenal. Y me di cuenta de que ese espacio a la vez palpable y soñado me iba a permitir darle al mundo imaginario de mi protagonista la verosimilitud alucinada que necesitaba.

– ¿Qué fue lo más complicado en la redacción de la misma?

– La escribí en primera persona, no por ganas de hacer acrobacias con el lenguaje sino porque la historia me pidió de forma perentoria que la contara de esa manera; y eso requirió mucha carpintería, mucha atención a la construcción de las frases, para que no se presentaran ambigüedades. Pero también me permitió jugar con la segunda persona del plural en momentos clave; fue un desafío tan duro como divertido, como dibujar un retrato sin colores en el que fuera evidente que se trataba de una mujer pelirroja.

– ¿»Codearse» con las grandes estrellas de la literatura latinoamericana qué le produce?

– No siento que me esté codeando con ellas. Es cierto que Alfaguara es el sello de mucha gente con prestigio, pero también está recibiendo con entusiasmo a los escritores nuevos. Yo me sigo considerando un principiante, que es como me gusta concebirme.

– ¿Ya está trabajando en una nueva novela?

– Siempre estoy trabajando en varias historias al mismo tiempo. En este momento estoy escribiendo una novela fantástica, en parteo inspirada en La invención de Morel y en parte basada en un sueño. También estoy escribiendo otra que sucede en una ciudad imposible algo parecida a la Nueva York donde vivo en el momento, y estoy trabajando en un proyecto inmenso que disfruto mucho más que los otros, probablemente porque sé que no lo voy a terminar nunca. Se titula El caos y los niños.