La Crónica Radio Santa Fé

Cajambre, ese ser de nuestra Colombia escondida y maravillosa, dura y triste, alegre y sabia

Por: Jorge Consuegra (Libros y Letras)

Armando Romero lleva a Cali en la piel, en el alma, en su cotidianidad, en sus versos, en sus metáforas.

Pero aún más, lleva en el alma a Buenaventura, un lugar lleno de contenedores, barcos, una ciudad que jamás duerme, en donde no hay horarios, si que menos calendarios como dice el joropo. Allá, en esa Buenaventura de tantas canciones cantadas, está la piel de este poeta que un día resolvió irse, sin saberse la razón, para EUA, no buscando el deteriorado “sueño americano”, sino una forma de empezar a empacar maletas para por si acaso, pero las tiene listas porque en cualquier momento decide volverse a Colombia, porque en Colombia tiene el champús, los desamarrados, los abrazos de sus amigos, el aroma de Cali, el contoneo de las caderas de las caleñas.

Estando en el país del norte, lo sorprendió la publicación de Calambre ( B ) que, como se publicara en la revista Aleph, “Cajambre es un muy profesional acto publicitario, para los que siempre estamos dispuestos a realizar turismo cultural, a viajar para aprender, intercambiar, preguntar. Cajambre es una investigación antropológica digna del mejor folclorista, un estudio sin prejuicios racistas o citadinos de una enquistada comunidad afrocolombiana, asentada en una zona inhóspita y llena de peligros naturales y sociales. Cajambre es una argumentada denuncia de las abismales desigualdades que engendran tanta violencia y corrupción, guerrilla y paramilitares, duelo y miedo. Cajambre es un texto que se inscribe en la sinécdoque –parte por el todo— de la microhistoria, donde su más conocido referente es Carlo Ginzburg y su fascinante estudio – El queso y los ratones– sobre Menocchio, un molinero extravagante que es sometido a un tenebroso proceso por la Inquisición (…) Pero a la vez, y por ello la consideramos una obra de arte literario –en medio de tanta chatarra–, se trata de una nouvelle que refuerza rasgos característicos de la narrativa actual, con mayor universalidad y soltura que –en términos generales— sus predecesores hispanoamericanos. Se trata, por supuesto, de un agón similar al que experimentaban novelistas de otras lenguas con una fuerte tradición narrativa, como los rusos, alemanes, franceses… Si los «modelos» de Borges incluían a Kipling o los de Onetti a Faulkner, los de Armando Romero hoy tienen a Juan Rulfo y Alejo Carpentier, para sólo citar dos voces tan canónicas como pueden serlo Thomas Mann o Vasili Grossman. Las intertextualidades, en pie de igualdad, van de leer Sunset Park de Paul Auster a criticar al Mario Vargas Llosa de El sueño del celta. No hay –sobre todo a partir de los nacidos en y alrededor de la Segunda Guerra Mundial— ningún eurocentrismo o anglocentrismo que pueda verse como “algo” a “combatir” o “superar” a base de reafirmaciones o acomplejadas búsquedas de la “identidad”.

Entonces…buscamos a Armando Romero, lo “llamamos” y vía Internet nos respondió. Vemos.

– ¿Hubo épocas en que el mundo leía más?
– Tal vez antes de la Internet estábamos menos atolondrados por el ruido de una palabrería fugaz, de utilización inmediata. No sé si hoy se lee menos o más, sólo siento que se lee sin mucha profundidad. Casi podemos decir, con tristeza, que Rayuela es una novela impublicable hoy. Mucho de esto se debe a la falta de una buena crítica literaria, que se desprenda por fin del esoterismo que inauguraron los franceses con el estructuralismo y su saga nefasta. Así, el canon literario ha quedado en manos de los editores, y ellos velan por sus intereses económicos, no muchas veces por lo creativo literario.

– ¿Cómo hacer para que el mundo quiera más el libro?
– Hoy somos menos táctiles, más visuales. Si esto se ve claro en el amor, ¿por qué no en el libro? Regresemos al cuerpo, y probablemente allí encontraremos como compañero el libro. He visto con horror que ya casi muchos jóvenes no saben escribir a mano. Si ya no hay placer en la grafía poco a poco tendremos más dificultad en sostener el libro en las manos. ¿Será esto inevitable? No lo sé. Tal vez debemos volver a Fahrenheit 451 de Bradbury y meditar.

– ¿Por qué decidió volverse escritor?
– Ser escritor siempre estuvo en mí desde niño, aunque en un principio no entendía bien estos impulsos. Quería ser arquitecto, pero nunca podía visualizar el espacio real, fue así como descubrí que las palabras construirían para mí un espacio virtual en el cual pudiera habitar mi imaginación. Sin embargo, a esta idea de quietud se unía una de viajar, de movimiento. Soñaba de niño con otras regiones, otros ámbitos. Mi entorno no era suficiente.

– ¿Había muchos libros en su casa paterna?
– No. Muy pocos. Éramos pobres, sin dinero para libros. Yo leía las piedras. Esto parece muy literario pero es cierto. Asimismo leía los signos que el azar dibujaba como manchas en las paredes, como quiebres en el cemento de los pisos, en el abovedado. También establecía diálogos con los insectos. Los libros eran muy pocos y había que leerlos y releerlos.

– ¿Qué tipo de libros leía?
– En mi niñez leía cosas muy extrañas: historias de santos, novelas de vaqueros, de espías, recuentos de la Segunda Guerra Mundial, el almanaque Bristol. Leía lo que caía por mi casa, lo que alguien dejaba. Todavía recuerdo con sorpresa que un día, un vecino zapatero se apareció por mi casa en el Barrio Obrero de Cali con un libro en la mano. Eran los Tratados sobre la inmortalidad del alma de Quevedo. Fue una iluminación. Todavía lo conservo y lo leo con devoción.

– ¿Participaba activamente en las actividades culturales del colegio?
– Sí, fundamos un periódico literario titulado A Bao A Qu. Leíamos a Borges, por supuesto, a Kerouac y a Miller, a Prevert y a Álvaro Mutis. Era una época en que yo lidiaba entre mis amigos escritores, los poetas nadaístas, y mis amigos del colegio. Dos de éstos llegaron a ser muy buenos escritores: Hernán Toro, y Pedro Chang, lastimosamente muerto ahora. Era el Colegio de Santa Librada, y aunque muchos profesores odiaban la literatura, otros no. Nos impulsaban mucho. El profesor de química me permitió pasar el curso porque le gustó mucho un poema mío titulado “Flores de Uranio”.

– ¿Qué libro recuerda con especial cariño?
– Recuerdo El hombre fulminado de Blaise Cendrars. Con Cendrars empecé a sentir que el tránsito de poesía a prosa era una aventura vital.

– ¿Recuerda el tema de su primer escrito literario?
– Sí, claramente. Era un hombre que iba subiendo las gradas de un edificio, pasaba por los diferentes pisos pero no se detenía hasta que llegó al techo, y ya allí decidió continuar su ascenso. Lo titulé “Cuando se sigue subiendo no se piensa en nada más”. Días antes había conocido a Jaime Jaramillo Escobar, el poeta, y éste se sorprendió mucho con este cuento y pensó que yo lo había copiado de alguien. Pero no, era mío. Todavía conservo una página del texto original. Nunca lo publiqué.

– ¿Cómo surgió la primera imagen de Cajambre?
– Mis tíos tenían aserríos en Cajambre, al sur de Buenaventura, y me invitaron a pasar cortas temporadas con ellos. Eran unas vacaciones de pura aventura, no de un mar azul sino de ríos marrones y mares tempestuosos. No era ir a pescar con Hemingway en el Caribe, era ir al corazón de los ríos con Conrad. De allí vienen mis primeras imágenes. Pero lo que me motiva a escribir la novela es que un día, hace muchos años, llego a la conclusión que uno de mis tíos se había convertido en un negro, había dado el salto de una cultura a la otra de cuerpo entero. Esa idea me fascinó pero en definitiva no fue el eje de la novela. La novela es Cajambre, ese ser de nuestra Colombia escondida y maravillosa, dura y triste, alegre y sabia.

– ¿Pensó que podía ser una novela de largo aliento o esta extensión está justa al tamaño de la idea central?
– Cuando descubrí el tamaño empecé a descubrir la novela. Creo que es el tamaño perfecto para lo que quiero presentar al lector. Cajambre es un sitio de gran abundancia, la mesura de mis palabras así lo señala.

– ¿Cajambre es una buena aventura literaria para leer y compartir?
– Sí. Tengo mucha confianza en esta novela. Sé que el lector me va a acompañar en este viaje, lo digo sin pretensiones, porque tiene el encanto de ese mundo tan especial que es Cajambre, su cultura, su gente toda, negros y blancos, mestizos, y como novela de suspenso mantendrá su atención.

– ¿Puede ser leída por un lector especial? ¿Jóvenes? ¿Adultos?
– Yo no veo distinciones de edad para la lectura de esta novela. Los jóvenes se sentirán cercanos a ella porque la narración se hace desde la visión de un hombre joven, casi un muchacho podríamos decir, pero la novela va mucho más allá. En definitiva es una historia de amor, y eso nos toca a todos.

– Después de esta experiencia ¿Tiene otra lista para empezar a corregir o publicar?
– En los últimos años he estado dando vueltas por Atenas, Grecia, porque quiero sembrar allí mi próxima novela. He vivido largas temporadas en Grecia pero el proceso de escribir una novela me lleva años. Por ahora acabo de terminar un libro de poemas que saldrá en España pronto y trabajo en otro, titulado El color del Egeo. Uno de estos poemas podrá verlos el lector en la edición de la revista Aleph, edición 160, dedicada a mi obra.

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