La Crónica Radio Santa Fé

Los otros sapos y…las otras princesas

Tomado del libro Príncipe azul se busca…de María Campott ( B )
Por: Jorge Consuegra

Luego de repasar con detenimiento el epígrafe que antecede, he decidido encender la mecha de la discordia e iniciar una querella. Sí, como lo oyen. Una demanda legal por daños y perjuicios. Exijo un resarcimiento moral y económico que compense todas las heridas, trastornos y dolencias sufridas en los últimos años, más precisamente desde que mi tierna humanidad de dieciséis primaveras se aventurara a navegar por las turbulentas aguas del mercado amoroso.

La demanda va dirigida puntualmente contra Charles Perrault, contra los Hermanos Grimm, contra la compañía Walt Disney, y abarca por defecto a tooooodos los autores de tooooodos los cuentos de hadas habidos y por haber en este mundo. Sucede que tras una prolongada travesía en altamar, luego de haber surcado aguas apacibles y terribles tempestades, e incluso sufrido los embates más severos contra mi embarcación (sobrentiéndase, corazón), he llegado a una conclusión inexorable.

Una conclusión que da por tierra —de entrada y sopetón— con el título del presente libro: Señoras… El Príncipe Azul… ¡¡NO EXISTE!!
Sí. Así como lo oyen. No existe. Game Over. Seguramente esta revelación las sorprenda y las desconcierte tanto como a mí, y que aún aturdidas por semejante noticia comiencen a deshilvanarse los sesos en busca de respuestas.

La cruda realidad es que hemos sido vilmente embaucadas, estafadas desde nuestra más tierna infancia por progenitores, parientes y/o similares, quienes en un manifiesto intento por lograr acallarnos y adormecernos cada noche, se ocuparon pacientemente de llenar nuestras inocentes cabecitas con idílicas historias de la talla de “Cenicienta”, “La Bella Durmiente” o “Blancanieves”, por supuesto sin prever las nefastas consecuencias que estos personajes imaginarios o de ficción (tan inofensivos que parecían, ¿no?) acarrearían finalmente en nuestro mundo adulto.

Y no es para menos. El común denominador de todas estas historias de fantasía, es ese típico personaje de ensueño caracterizado por una espléndida apariencia, que enfunda su espada de acero, monta en su fiel caballo blanco y comienza a cabalgar con la capa al viento persiguiendo un único y singular propósito: rescatar a una hermosa princesa del maleficio perpetrado por algún perverso hechicero, liberarla de su prisión en lo alto de una torre, o salvarla de las impetuosas garras de algún dragón. ¡Qué valentía y coraje demostraban tener estos utópicos personajes!

Por supuesto, si trasladáramos este magnífico prototipo medieval y lo “aggiornáramos” a nuestros tiempos, podríamos decir sin temor a equivocarnos, que aquel exótico caballo blanco encontraría su versión análoga en el último modelo Mercedes Benz con motor de quinientos caballos de fuerza; su capa roja se transformaría en algún diseño exclusivo de la última colección de Christian Dior, y su apariencia seguiría asemejándose irremediablemente a ese look “Brad – Pittense” de película taquillera. Por supuesto, y como veremos más adelante, la cruda realidad se desplegaría con los años frente a nosotras.

La historia del Príncipe Sapo

Efectivamente señoras. El punto de partida, la GÉNESIS de nuestros problemas. Propongo remontarnos por un momento a esas atesoradas imágenes de nuestra niñez, más precisamente las vinculadas a esas horas previas al descanso nocturno en las que tendidas ya en el lecho y estrujando nuestro oso de peluche favorito, nos disponíamos a prestarle oídos a alguna nueva historia de monarcas y plebeyos relatada por algún adulto devoto (quién más allá de la lectura de estas páginas, elevaba seguramente una plegaria al cielo suplicando que el sueño se apoderara ¡por fin! de nuestros hiperkinéticos cuerpos).

Así que allí estamos, dispuestas a echar volar nuestra imaginación mientras nuestras pupilas parecen desplegar una cruda batalla contra el insomnio, cuando comenzamos a escuchar los primeros párrafos de una fábula muy peculiar (y con efectos potencialmente devastadores a futuro): “La historia del Príncipe Sapo”. Todas la recordamos seguramente con claridad. Empero, para aquellas cuyas memorias comiencen a jugarles ya una mala pasada, he aquí una sinopsis de tan afamada leyenda:

Érase una vez y en un reino muy lejano, una hermosa princesa que jugaba alegremente en el frondoso jardín de su Palacio cuando en forma súbita y sin intención alguna, arrojó su juguete preferido (una reluciente bola de oro macizo) a un estanque de vastas profundidades. Mientras la princesa se lamentaba a sus orillas, un diminuto sapo efectuó su magistral aparición entre las aguas, prometiéndole recuperar el tan preciado objeto a condición de que se ella se transformara en su mejor amiga y confidente.

La princesa accedió al pedido del sapo, pero una vez recuperada la bola de oro salió corriendo precipitadamente, olvidándose por completo de su promesa. El sapo, un tanto ofuscado, decidió dirigirse entonces hacia el Palacio Real (en un intento por hacer valer sus derechos anfibios) y el Monarca, una vez informado de la historia, obligó a la princesa a compartir su cena con el diminuto animal y a pasar la noche junto a él. La princesa accedió a regañadientes, lo cual provocó que el sapo comenzara a sollozar por su gran desprecio.

Esto último enterneció el corazón de la doncella, quién decidió besarlo a modo de reivindicación y… ¡¡Voilá!! En un inverosímil acto de magia suprema, el sapo logró desnaturalizarse, mutando sus formas originales para reencarnarse en la piel y figura de un maravilloso príncipe azul. El cuento finaliza entonces con la tan aclamada y conocida frase: “Y fueron felices —por favor, vamos todas a coro— ¡¡¡y comieron perdices!!!” ¿No es genial?

La historia ha provocado que quedemos maravilladas con un final feliz de características tan eternas. ¡Si hasta parece que escucháramos el suave acorde de violines, homenajeando a la feliz pareja y conmemorando el amor que los une! Ahhhhh… el amorrrr… el amorrrrrr… Pero de repente los años transcurren, nos situamos nuevamente en el hoy, tumbadas en ese sofá cremita del living-comedor, y notamos que algo se altera en el aire. La atmósfera se siente…cómo decirlo…enrarecida. De pronto —y sin mayores preámbulos— vamos escuchando cómo esa dulce melodía de violines comienza a transformarse en los acordes iniciales de la Ópera Rock de Dr. Frankenstein.

¿Qué está sucediendo?, nos preguntamos. Pues bien, el príncipe —otrora encantador y carismático— acaba de traspasar la puerta principal luego de un tedioso día de labores, y ha sufrido una macabra metamorfosis. Se ha encargado de desparramar su ropa sucia por todo el palacio, manifiesta problemas en procesar comandos simples como “bajar la tapa del inodoro”, se ha atrasado en el pago de las expensas, olvidó recoger a los niños del colegio y por las noches al dormir (esta es la mejor parte) exhibe con sus descarados ronquidos unas magníficas dotes de imitación felina.

Y ahí permanecemos nosotras, inmóviles y estupefactas, siendo testigos de esta asombrosa mutación; armándonos de paciencia cada noche para intentar despegarlo (aunque sea por unos minutos) de la comodidad de ese sofá y de la macabra influencia del control remoto. ¿Por qué nunca nadie nos advirtió sobre esto? ¿Dónde ha quedado el caballo blanco, la capa al viento y la lucha armada para conquistar nuestro amor? El príncipe azul… ¡¡ha desteñido enteramente en su primer lavado!! Es shockeante, señoras. Ha presentado carta de renuncia a su realeza, transformándose en una suerte de Nessie, el legendario monstruo del lago Ness.

Y entonces, recién entonces… experimentamos una súbita revelación en nuestras mentes. Comprendemos que desde niñas nos han incitado a pensar que al menos UNO, dentro de la larga lista de anfibios que atravesarían nuestro camino, sufriría la tan ansiada metamorfosis de los cuentos. Que luego de posicionar nuestros labios contra los suyos, las aguas del mar se dividirían cual Moisés y de ellas surgiría un ser magistral, que nos tomaría en sus brazos para jurarnos amor eterno.

El engaño por supuesto, no resultaría completo sin la última frase de estos cuentos: “fueron felices y comieron perdices”. Con ella nos empujan a suponer que los treinta o cuarenta años que le suceden al término de estas historias, pueden sintetizarse en una oración compacta que roza lo elemental. Nada nos advirtieron entonces, sobre las posteriores discusiones entabladas con el príncipe por sus consuetudinarias noches de parranda, o los desacuerdos existentes entre ambos por la educación y crianza de los siete enanitos.

Evidentemente, los problemas comenzaron a aflorar cuando en el mundo REAL las mujeres tomamos conciencia de que nuestros aspirantes a la corona, distaban mucho de aquellas imágenes de seres perfectos que habíamos venido concibiendo a lo largo de los años. Como bien lo expone el talentoso cantautor catalán Joan Manuel Serrat, en una de sus más brillantes composiciones y en un esforzado intento quizás, por erradicar de nuestros cerebros estos enquistados paradigmas. Bien parece que tarde o temprano… ¡Su Alteza acabará mutando sus atractivas formas!

Extracto de “La Rana y el Príncipe” (Disco: Bienaventurados)

Pero salió rana la rana
y Su Alteza en rana
se convirtió.

Con el agua a la altura de la nariz
descubrió horrorizado que para una vez
que ocurren esas cosas, funcionó al revés;
y desde entonces sólo hace que brincar y brincar.

Es difícil su reinserción social.
No se adapta a la vida de los batracios
y la servidumbre, como es natural,
no le permite la entrada en palacio.

Y en el jardín frondoso
de sus papás,
hoy hay un príncipe menos
y una rana más.

¿Efectos de la “caja boba” o falta de interés?

Personalmente creo, que una de las grandes precursoras de esta cruel metamorfosis ha sido sin lugar a dudas la célebre y afamada “caja boba”, que combinada con una buena dosis de deporte ha venido causando estragos en las relaciones con nuestros —a estas alturas— decolorados consortes. Y qué mejor que recurrir a un ejemplo del diario vivir (que por cierto, mantiene intacta su esencia a lo largo de la historia), para poder demostrarlo.

Ubiquémonos por decir algo, en el Medioevo de la civilización Occidental. Es bien sabido que en aquella época, las doncellas medievales debían resignarse a que sus amados asistieran a ciertos espectáculos públicos causantes de las pasiones más desenfrenadas, como lo eran las luchas de gladiadores de la época. Luego el tiempo transcurrió, pero nosotras, las doncellas modernas, seguimos resignándonos a realidades similares.

Así es que hoy en día, podemos verlos amontonados junto a otros ejemplares de su misma especie, aferrados —cual parásitos— a las pantallas de E.S.P.N. o Fox Sports, entonados con la primer ronda de cerveza y siguiendo con la mirada cautiva el trayecto ambivalente de un balón, mientras veintidós minúsculas figuritas que parecen extraídas de algún videojuego, corren dramáticamente tras éste, dejando halos de sudor y lágrimas en el camino. Nos referimos —como no podía ser de otra manera— al apasionante mundo del FÚTBOL y sus repercusiones asociadas.

Pero prosiguiendo con el ejemplo que nos atañe, y situándonos muy probablemente en alguna de esas reuniones vespertinas domingueras en las que se define la posición de algún equipo en la tabla, no es de sorprender que escuchemos desde la otra dimensión de la casa, algún rugido estruendoso e ininteligible de la manada algo así como:
¡¡¡Ggggggggoooooooooooooooollllllllllllllllllllllcaaarrrrrraaajjjjjj!!!

seguido de un sinfín de estallidos, detonaciones y alborotos que despertarían al más muerto de los muertos. Entonces, otra ronda de bebidas volverá a correr por las mesas a modo de coronación de la ansiada victoria, hasta que un silencio sepulcral lo invada todo. GOL EN CONTRA. El incidente por supuesto, se transformará en el puntapié inicial para una interminable catarata de improperios, agravios e insultos varios, contra el árbitro, contra el línea, contra el arquero, contra el presidente de ESPN, contra el chico del delivery y hasta contra el gato del vecino. Y el ciclo bebida – gol – bebida – insulto – bebida, volverá a repetirse cada Domingo de cada semana de cada año de nuestras vidas.